jueves, 29 de diciembre de 2011

Terceto familiar


Mis hermanos
Tengo cuatro hermanos y con ninguno me la llevo bien. Compartimos la madre y el techo, nada más nos une. Ellos sólo gritan y saltan mientras yo los observo desde un rincón. No tienden sus camas, no lavan su loza, no ordenan su ropa. Somos diferentes, pero yo no soy mejor. No tiendo sus camas, no lavo su loza, no ordeno su ropa. Soy orgulloso y perezoso. Ellos para mí son irritantes. Yo soy, para ellos, su otro hermano. Me entienden con indiferencia.
Mi mamá cree que bailar reúne la familia. Por eso, todas las noches ella pone música y nosotros bailamos. Como somos cinco hermanos, yo soy el que bailo sin pareja. Ellos ríen y juegan mientras llevan el compás con sus pasos. Yo no río, ni juego, ni sé bailar. Me quedo quieto en medio de los cuatro y sueño con ser su centro de atención. Que me miren y me saluden. Que con un movimiento mío vayan a lavar la loza, a tender sus camas, a ordenar su ropa. Pero mientras yo sueño, ellos bailan.
Cuando terminan los bailes nos damos un beso y nos decimos te quiero. Como bailar, dar besos y decir te quiero une a la familia, todas las noches lo hacemos. No importa que me molesten sus caritas, que me den asco sus sonrisas. Mi mamá no sabe nada. Todavía piensa que somos familia.


Mi boda
En nuestra casa hay una caja. En ella no se guardan cartas porque el papel es basura y las palabras fingimiento. En la caja se guarda una foto decolorada por el sol, una manilla verde, un anillo hecho con la tela de un mantel, una moneda con cierto valor numismático, un disco pirata con mil canciones, un separador con la imagen de un pato, una réplica en miniatura de unos bongoes, un paquete de condones, una cinta con los partidos del último Mundial de fútbol, unos guantes, una cometa barata, una princesa de Lego con casco de astronauta y las reservaciones –doble basura y doble fingimiento, por eso se conservan– de una capilla y un hotel.
          En nuestra casa, además de la caja, hay un cuerpo. Del cuerpo se desbordan pensamientos que ocupan todo el lugar. Los pensamientos son los únicos con vida. Son los nuevos habitantes de nuestra casa. Son los que no le dan espacio a nadie más.


Retrato de familia
La larga mesa se reparte así: en un lado los tres hermanos, en el otro sus esposas con el único nieto y en las cabeceras los abuelos. En una pared cuelga la pintura de un jinete que observa impávido cómo trota su caballo, y en otra se ve a una Virgen que carga un Niño Jesús muy pesado para ella. Los hermanos, con los brazos en alto, sólo discuten sobre el partido de fútbol del próximo domingo; el partido del domingo pasado ya fue olvidado. Las esposas alimentan al bebé y abren la boca para mostrar con orgullo sus dientes blancos. El abuelo come cabizbajo. La abuela, que desde el comienzo del almuerzo siente un carraspeo en la garganta, se tapa la boca.
Todos parecen estar concentrados en lo que hacen, pero no dejan de mirar de reojo a la abuela. Esperan lo inevitable.
Como en todos los almuerzos, la abuela no se aguanta y empieza a toser. Su ruido es tan estruendoso que no deja hablar y sus movimientos tan bruscos que hacen que la mesa tiemble. El bebé chilla. Los hermanos, interrumpidos por los gritos de dos generaciones, le gritan a la abuela que se detenga. Las esposas se levantan preocupadas y se llevan al bebé a otro lado para calmarlo. El abuelo se acurruca.
De pronto, la abuela hace un ruido sordo, se sacude y cae muerta en la silla. El bebé calla. Los hermanos esperan a que el abuelo, cada vez más pequeño, se levante, camine hasta la otra cabecera y arrastre a la abuela lejos de la mesa. Cuando todo concluye, las esposas vuelven a sus asientos y los hermanos sonríen satisfechos.
            No se dan cuenta de que el bebé –el nuevo hijo– se sube a la mesa y come, sin ayuda de nadie, los restos de la abuela.

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