jueves, 29 de diciembre de 2011

Terceto familiar


Mis hermanos
Tengo cuatro hermanos y con ninguno me la llevo bien. Compartimos la madre y el techo, nada más nos une. Ellos sólo gritan y saltan mientras yo los observo desde un rincón. No tienden sus camas, no lavan su loza, no ordenan su ropa. Somos diferentes, pero yo no soy mejor. No tiendo sus camas, no lavo su loza, no ordeno su ropa. Soy orgulloso y perezoso. Ellos para mí son irritantes. Yo soy, para ellos, su otro hermano. Me entienden con indiferencia.
Mi mamá cree que bailar reúne la familia. Por eso, todas las noches ella pone música y nosotros bailamos. Como somos cinco hermanos, yo soy el que bailo sin pareja. Ellos ríen y juegan mientras llevan el compás con sus pasos. Yo no río, ni juego, ni sé bailar. Me quedo quieto en medio de los cuatro y sueño con ser su centro de atención. Que me miren y me saluden. Que con un movimiento mío vayan a lavar la loza, a tender sus camas, a ordenar su ropa. Pero mientras yo sueño, ellos bailan.
Cuando terminan los bailes nos damos un beso y nos decimos te quiero. Como bailar, dar besos y decir te quiero une a la familia, todas las noches lo hacemos. No importa que me molesten sus caritas, que me den asco sus sonrisas. Mi mamá no sabe nada. Todavía piensa que somos familia.


Mi boda
En nuestra casa hay una caja. En ella no se guardan cartas porque el papel es basura y las palabras fingimiento. En la caja se guarda una foto decolorada por el sol, una manilla verde, un anillo hecho con la tela de un mantel, una moneda con cierto valor numismático, un disco pirata con mil canciones, un separador con la imagen de un pato, una réplica en miniatura de unos bongoes, un paquete de condones, una cinta con los partidos del último Mundial de fútbol, unos guantes, una cometa barata, una princesa de Lego con casco de astronauta y las reservaciones –doble basura y doble fingimiento, por eso se conservan– de una capilla y un hotel.
          En nuestra casa, además de la caja, hay un cuerpo. Del cuerpo se desbordan pensamientos que ocupan todo el lugar. Los pensamientos son los únicos con vida. Son los nuevos habitantes de nuestra casa. Son los que no le dan espacio a nadie más.


Retrato de familia
La larga mesa se reparte así: en un lado los tres hermanos, en el otro sus esposas con el único nieto y en las cabeceras los abuelos. En una pared cuelga la pintura de un jinete que observa impávido cómo trota su caballo, y en otra se ve a una Virgen que carga un Niño Jesús muy pesado para ella. Los hermanos, con los brazos en alto, sólo discuten sobre el partido de fútbol del próximo domingo; el partido del domingo pasado ya fue olvidado. Las esposas alimentan al bebé y abren la boca para mostrar con orgullo sus dientes blancos. El abuelo come cabizbajo. La abuela, que desde el comienzo del almuerzo siente un carraspeo en la garganta, se tapa la boca.
Todos parecen estar concentrados en lo que hacen, pero no dejan de mirar de reojo a la abuela. Esperan lo inevitable.
Como en todos los almuerzos, la abuela no se aguanta y empieza a toser. Su ruido es tan estruendoso que no deja hablar y sus movimientos tan bruscos que hacen que la mesa tiemble. El bebé chilla. Los hermanos, interrumpidos por los gritos de dos generaciones, le gritan a la abuela que se detenga. Las esposas se levantan preocupadas y se llevan al bebé a otro lado para calmarlo. El abuelo se acurruca.
De pronto, la abuela hace un ruido sordo, se sacude y cae muerta en la silla. El bebé calla. Los hermanos esperan a que el abuelo, cada vez más pequeño, se levante, camine hasta la otra cabecera y arrastre a la abuela lejos de la mesa. Cuando todo concluye, las esposas vuelven a sus asientos y los hermanos sonríen satisfechos.
            No se dan cuenta de que el bebé –el nuevo hijo– se sube a la mesa y come, sin ayuda de nadie, los restos de la abuela.

¡A comer!

Para comer necesito de cuchillo y tenedor, me dije un día pensando en cosas que no debía, como cuando uno se pregunta si el cielo es azul. Me lo dije como si comentara qué mal te ves con ese saco viejo, o qué fea es la vieja esa que te está mirando. Es que yo me digo las cosas así y así las voy haciendo. Porque decir que uno necesita hacer algo implica tener que hacerlo. Uno no puede dejar un pensamiento a medias, como Pinocchio sin su Pepe Grillo.
Pero como yo no tenía un cuchillo adecuado para la ocasión, tuve que ir a la tienda de la esquina, ¡aquellos viejitos entrañables que desde que yo era pequeño manejaban con tanta dulzura y presteza la tienda de barrio! ¡Esa tienda que está dispuesta a dar y fiar cuanto sea necesario! Siempre hay un dulce para ti si eres un muchacho, y una cerveza fría si ya eres lo suficientemente adulto para poder hablar de política y mujeres con Don Pacho, el dueño de la tienda. Fui a paso ligero para no olvidar mi pensamiento y, a pesar, no podía dejar de disfrutar por última vez la belleza de las casas del barrio al que volví después de cumplir los treinta. Llegué sin una gota de sudor a la tienda a pedir un cuchillo para poder cortar mis partes. No las partes de una carne que me espera en casa, me reía con Don Pacho que no entendía qué tipo de cuchillo buscaba. “Uno que corte huesos”, le dije. “¡Que a las costillas de cerdo y de res no hay por qué cortarles el hueso!”, me dijo Don Pacho como si yo fuera bruto y nunca hubiera comido esas exquisiteces. ¡Cómo voy a extrañar comer! ¡Al menos mi vida se acabará en una comida!
Tuvo que aparecer la dueña de la tienda, que era como la filósofa del barrio, pues además de saberse el nombre de todos y la vida de todos, sabía cómo solucionar cualquier problema con una sola frase. “Déjalo”, le dijo a su esposo levantando la mano como si llevara en ella una espada o los diez mandamientos, “dale el cuchillo más grande que tengamos que todos algún día nos llega la hora de cortarnos el papayo”. Le agradecí enormemente a estos viejitos que también extrañaré y llegué a mi casa, desde donde ahora escribo, con la firme convicción de cortarme el papayo.
Voy a comenzar con los dedos de los pies. Presiento que el dolor no va a ser tan fuerte y que no debe salir tanta sangre, aunque para no ensuciar el piso ya tengo un plástico preparado. Planeo insertar el tenedor en los dedos y luego cortar como si fueran colas de langostino. Claro que son más duros, pero hasta deben ser igual de sabrosos. En la boca va a ser como estar comiendo aceitunas, morder hasta llegar al hueso y raspar con los dientes todo lo que le queda de carne. Los huesos los pongo en una canasta que tengo muy cerca para no hacer tanto esfuerzo. Los guardo para que las personas que lleguen a encontrar mis restos no deban recoger muchas cosas. Si uno se va a comer debe hacerlo de una manera limpia, es suficiente con generar dolor a los demás para ponerlos a recoger los desechos de uno. Nadie quiere la labor de limpiar las sobras de un hijo o un esposo. Menos de recoger los huesos. Por eso también decidí comerme con la puerta cerrada, para que los olores se concentren en mi habitación, mejor dejarlos como algo personal. A veces me pregunto por qué se me ocurrió pensar en comerme, pero no veo una razón para desechar el pensamiento. Uno debería hacer con los pensamientos tristes y dolorosos lo que hace con los fantasmas en casa, cuando uno no los quiere ver cierra la puerta del cuarto.
Yo trato de tener todas mis puertas cerradas. Por eso, prefiero ver esto como un renacimiento. Sólo me comeré lo suficiente para dejar mi aparato digestivo en la condición necesaria para desecharme. No he comido nada desde de la última vez que fui al baño para tratar de que yo salga lo más puro posible. Va a ser como una metamorfosis. De pronto sin vida, aunque tal vez pueda desechar conmigo el alma. En todo caso, voy a ser algo. Eso me tranquiliza. Me hace feliz. Sé que cualquiera llegaría a hacer lo que hago llevado por la infelicidad que a todos nos acomete de vez en cuando. Sé que los problemas sobran: la falta de trabajo, el desamor, las pocas oportunidades, la violencia, la incomprensión, la intolerancia, la locura, la enfermedad, el vicio, el cielo azul o la vida misma. Pero qué diferente es mi situación.
Cortaré primero el dedo gordo. Algo me dice que dolerá menos. Además, para ser sincero, tengo hambre y es la parte con más carne. Escribo esto para dejar un legado, para que de alguna forma el que la lea entienda quién soy y por qué hago esto que parece tan innatural pero que sólo podría ser la manera más normal de terminar una vida. ¡Es como nacer al revés! Me río cada vez que pienso en eso. ¡Qué ocurrencia! ¡Qué inmensas son las posibilidades que le da a uno la imaginación! En este momento estoy aquí, encerrado en mi cuarto y, de pronto, ¡zas!, estoy en China, en Francia, en Alemania. ¡Qué mundo tan encantador! No se deja recorrer todo en una vida, uno necesitaría como tres. Pero mejor, así uno se da cuenta que no todo se puede alcanzar. La mesura es indispensable para llevar una vida feliz. A uno no debe pasarle la de Job, hay que conformarse con estar aquí. ¡Jamás pensé que tendría estos pensamientos en este momento! ¡Debo ser el hombre más feliz del mundo!
Es que pensar es más simple de lo que uno cree. Uno sólo debe concentrarse en cosas felices. ¿Para qué pensar en desgracias cuando se puede pensar en placeres? El mundo es muy grande para que uno se detenga a contemplar lo más feo. De qué sirve estar mirando al chulo que contempla desde los aires los restos de un cadáver, cuando uno puede ver las mariposas. De qué sirve pensar en las hienas que esperan la caída de algún animal, si en vida podemos ver al león. Para qué mortificarse pensando en los gusanos que nos van a comer, si… De pronto para eso me como yo. Para no ser comido por otro. ¿Los gusanos aparecerán incluso sin que yo esté cerca de su presencia? ¿De dónde saldrán? Es posible que se alojen en el estómago y me empiecen a comer desde ahí. Comerán mis desechos, me comerán después de haberme comido. Es inevitable, pero lo que no se puede cambiar nunca es triste. Siempre llegará una mosca a chupar lo que queda de mí y yo no podré detenerla. Al fin de cuentas nunca seré más que una comida. Pero son estupideces las que pienso. Esos pensamientos sólo llevan a la desgracia en un momento de felicidad. ¡Comámonos y seamos felices!
Es verdad que me da cierto temor el dolor que me pueda producir cortarme un dedo, pero pienso que va a ser peor cuando sea todo el pie. Lo bueno es que mis dedos son pequeños, así dejo espacio en la barriga para lo que sigue. Los dedos van a ser como la entrada. El plato fuerte va a ser todo lo que venga después. Qué sería más fácil, ¿cortar todas las extremidades inferiores de una vez o ir una por una? De pronto todas al mismo tiempo, pues cuando acabe de comerme los pies, que son bien carnudos, no sé si tenga las fuerzas para cortar las piernas en dos. Va a ser todo a la vez. Me cortaré los pies, luego debajo de las rodillas, el muslo y, por último, el sexo. Voy a poner cada parte en otro plástico que tengo preparado y voy a comer sin prisas pero consciente de que necesito acabar pronto. No puedo dejar que un mareo por la pérdida de sangre acabe con mi comida. Sería un fracaso que mi demora me llevara a un final prematuro. Necesito estar bien sentado y muy tranquilo, para que tampoco un ataque cardíaco llegue de manera inoportuna. Por eso hay que pensar en cosas buenas, lo que para mí no es difícil. Tengo la virtud de poder desechar todo mal pensamiento con facilidad. Soy un pasador de páginas, como decía mi papá. Cuando algo me molesta, sólo paso la página y sigo adelante. La gente dice que la vida no trae más que desgracias. Sí, es verdad. Y, sin embargo, ¡toda la felicidad que nos da! Que vivir lleva a la demencia. Sí. Y, sin embargo, ¡todo el placer que sentimos! Que no es suficiente con que la vida de uno sea una mierda para terminar volviendo una desgracia la vida de un otro que no es ni más ni menos que el ser amado. Sí. Y, sin embargo… sólo nos queda sonreír.
La parte más difícil va a ser cuando deba cortarme los brazos. No puedo cortarme las manos porque o sino me quedo con los brazos colgando y sería monstruoso comérmelos así. Debo pensar qué hacer después de cortarme el primer brazo. ¿Cómo voy a hacer para cortarme el que me queda con una mano? Va a ser incómodo y va a requerir de un esfuerzo que de pronto para ese momento no pueda hacer. Es posible que ya haya defecado algo y el estómago esté más libre. Lo que no quiero es terminar como vómito. Eso me parecería desagradable. Sobre todo para las personas que lleguen después. Creo que es más difícil de aguantar el olor del vómito. Además, ¿cómo podría cuidarme de no ensuciar más de lo debido al trasbocar? Esto de comerse a uno mismo resulta ser más complicado de lo que parece a simple vista. Uno debería ser como una serpiente y poder comenzar a comerse los pies y seguir hasta quedar reducido a un balón. De pronto uno se comería infinitamente. Esa imagen está bien. Es bonita. Me voy a comer por el resto de mis días. No importa que mi último día sea hoy. Tal vez la imagen del último instante de vida sea la que nos alumbre para toda la eternidad. ¡Qué felicidad saber que voy a verme comiéndome hasta que llegue el final! ¿El final no será hoy? ¿Va a haber otro final? ¿Hay final? Pero qué cosas pienso. Otra vez con filosofías.
Comerme va a ser la cosa más importante que haya hecho en mi vida. Lo sé y no me arrepiento. Mi vida no fue un fracaso, tampoco una desgracia. Yo diría que viví. Comerme va a ser la cosa más importante porque me va a llevar al punto culminante. Ese instante donde la vida se le pasa a uno y se entiende todo por primera vez. No es que yo me considere una persona misteriosa ni más ni menos. Enigmas tenemos todos, pero yo, en especial, soy de las personas más normales que conozco. Nací, crecí, estudié, trabajé, incluso hasta me casé y tuve descendencia. ¿Cómo describiría mi vida? ¿Diría que un pensamiento la llevó al abismo? ¡Pero cuál abismo si esto es la felicidad!
Es una niñería pensar en esas cosas ahora. Todo parece tan vano y al mismo tiempo tan hermoso. Como en verano, límpido y soleado. Hasta me da cierta nostalgia pensar en algunas cosas de mi pasado. ¡Qué voy a recordar en el último minuto! ¡A quién voy a ver antes de empezar a comerme! Qué triste para ti, lector, que no puedas saber. Me voy a llevar el secreto a la tumba, como se dice. Aunque yo me lo voy a llevar a los desechos. Lo que es la vida. Pura mierda podrá decir cualquiera. ¡Otra ocurrencia! Con esta habilidad hasta sea mejor no comerme y volverme escritor. Si no se me hubiera pasado ese pensamiento por la cabeza… ¡Pero bueno! Lo hecho, hecho está, y lo pensado, pensado está.
Debo despedirme porque no me queda mucho tiempo para empezar a comerme. Antes tengo que pedir perdón a quienes me recojan por la horrible imagen que van a ver. Sobre todo porque después de comerme los brazos va a llegar la parte más extenuante. Me va a tocar empezar a morderme los hombros hasta quitar toda la carne que encuentre. Luego va a venir el pecho. ¡Qué bonito y qué imposible sería llegar al corazón! Mi último sueño. También mi última desilusión.
A mis restos quiero que les den la oportunidad de levantarse. Si no sucede nada en algunos días, déjenlos en el lugar que ustedes consideren más apropiado. Una tumba, una urna o en la basura. ¿Por qué no? Es humano que piensen que cómo es posible que alguien haya hecho lo que voy a empezar a hacer. Pero pido que no me arrojen al inodoro. No quiero ser arrastrado por tuberías para ser mezclado con otros desechos. Quiero que, a pesar de la forma que tenga, me sigan considerando un humano. Incluso todavía podría ser útil. Mis restos quedarían perfectos para adornar una casa embrujada o para asustar en una película de terror. Si la gente que reconociera mis restos tuviera sentido del humor yo podría llegar a brillar después de comerme. Pero lo dudo. La felicidad es algo que no se contagia.
Sé que la mayoría reprobará mi acción. Por eso, a los que les moleste verme despezado, ¡que se los lleve el diablo! Comí feliz, es lo único que debería quedar en el registro. En vez de hacer esta carta de despedida debí escribir en letras grandes felicidad. Pero las cosas no se pueden cambiar tan fácil. Sé que comerme es la mejor decisión. Así que mejor comienzo antes de que me llegue otro pensamiento y decline en mi idea. "Para comer necesito de cuchillo y tenedor", leo que escribí al comienzo. Lo que es el pensar, lo que es la vida… Me río. ¡¡¡LA FELICIDAD!!!

jueves, 9 de junio de 2011

Reunión


En el cuarto piso de un edificio, Julián visita a Roberto. Están en la sala. Roberto sentado en el sofá y Julián en una silla, diagonal a su amigo, pero atento a cada uno de sus movimientos. En el centro, una gran mesa. Una botella de vino, dos copas y un centro de mesa adornado con granadillas. La ventana mira a la sala del sexto piso de otro edificio; en el medio de las dos construcciones, un parque. Antes de que abran la botella, una mujer aparece sola en la sala vecina y, al ver a Julián y Roberto, se sienta en su sofá. Los edificios se acercan, las ventanas casi se pegan, la mujer apaga la luz.
    ¿Tienes alguna historia? –pregunta Roberto, que levanta la copa de vino y brinda con Julián.
         No, ¿tú? –contesta Julián.
         De pronto.
         Cuéntamela.
         Es que no estoy seguro.
         No me voy a reír.
         Pero es que si es divertida me gustaría que te rieras –dice Roberto.
         ¿Es graciosa?
         Depende del punto de vista por el que se mire.
         Si es divertida, seguro que me reiré –asegura Julián.
         Es que ese es mi miedo. ¿Qué tal si no es lo suficientemente divertida?
         ¿Por qué no lo va a ser?
         No sé si te guste.
         ¿Es buena la historia?
         Sí.
         Eso es lo que importa.
         Es verdad. Pero qué pasa si no la cuento como debería –dice Roberto.
         ¿Debe ser contada de una manera especial?
         Depende. Me puedo parar y hacer ruidos. O me puedo quedar sentado.
       Mejor sentado –dice Julián, que no le quita su mirada de encima. Se lo quiere comer con los ojos.
       Fue algo que le pasó a un amigo. Uno que no conoces. Entró a la universidad a estudiar historia, aunque lo suyo era la ingeniería. Eso fue hace mucho. En la época en la que todos querían ver clases de historia. Iban porque sólo tocaba aprenderse unas fechas y conocer los cuentos de los muertos. Era fácil. ¿Te acuerdas? –Julián no asiente, sólo lo mira–. Yo nunca quise. Me parecía inútil estudiar la vida de otros. Uno como que siente que lo que dicen de esos personajes famosos se lo inventaron. Está la vida y la historia de la vida, cosas muy distintas. ¿No te parece?
        “Pero la historia no es esa. Él entró a estudiar historia obligado, porque los papás eran unos de esos cabezas cuadradas que nadie se resiste y decidieron que eso era lo mejor para él porque lo creían como estúpido. Dijeron que historia, e historia fue. No le dieron oportunidad de decidir nada. Luego lo casaron con la hija de unos amigos de los papás, pero ese es otro cuento. Te lo cuento después. O ya. ¿Prefieres que cambie al cuento del matrimonio? También es muy divertido. ¿No? ¿Te aburro?”
         No.
      ¡Qué alivio! Y espera que ya viene la mejor parte. Si te aburro me interrumpes. Prefiero que me pares cuando la historia esté mala a seguir hablando hasta el infinito. No me dejes seguir si no te gusta, por favor. Hazlo como buen amigo. No me dejes parlotear hasta el infinito. ¿Te parece? No te molestes, di sí o no.
        Sí –dice Julián, que lo mira extrañado, pero luego vuelve a clavar la mirada en los ojos de Roberto.
   Mi amigo y le diremos así porque no me acuerdo de su nombre, me contó que en la facultad conoció a alguien que se llamaba Iván. Sé que suena raro que sólo me acuerde del nombre de Iván. Pero de verdad que no es raro. En serio. Es de lo más normal. Uno se acuerda de lo que se quiere acordar –ambos beben.
“Iván sí era de los que estudiaban historia porque amaba leer sobre eso. Le interesaba mucho la historia del cine, más por el cine que por la historia. Desde niño se le vio ese interés. No iba al colegio por ir a cine. Se sabía todos los cuentos de Hollywood. Y eso que los papás eran ingenieros. Curioso, ¿no? Por ese gusto, Iván era muy bueno contando historias. Había nacido para eso. Para contar historias y para saber de cine. ¿Uno para cuántas cosas nacerá bueno? ¿Tú qué crees, Julián? Yo me pongo a pensar y apenas anoto una y, si acaso, dos.”
       Yo siempre he sido buen amigo –dice Julián.
      Es verdad. No sólo hay que nacer bueno para cosas intelectuales. La vida son recuerdos. Y como nadie habla de recuerdos en los libros de historia, se vuelven mentirosos. Sólo hablan de las acciones y las decisiones de los personajes famosos, casualidades. Seguro que al final de la vida estos personajes recuerdan cosas que para los historiadores no son relevantes, pero que eran fundamentales para sus vidas. Como los cuentos que leyeron o escucharon. Para eso es que están los amigos. Ellos son los que crean los mejores recuerdos, mejores que los de la literatura y el cine porque son sinceros. No se inventan una vida sólo para agradar al público. De eso estoy seguro –Roberto saca un cigarrillo y, antes de que se lo ponga en la boca, Julián se lo quita.
       “Perdón. Fue un impulso… Mejor sigo. Mi amigo recordaba mucho a Iván porque eran inseparables. Por donde andaba uno estaba el otro. E Iván siempre era contándole historias a mi amigo. No paraba. Eran historias ficticias, pero muy sinceras porque todas querían decir algo. Me acuerdo. Iván era experto contando historias fantásticas de animales que hablan. ¿Te gustan esas? A mí me parecen muy difíciles de creer. Uno ve el cielo y se pregunta, ¿será que los animales hablan entre ellos como nosotros? El cielo dice que sí, pero es muy raro pensar eso. ¿Te imaginas una serpiente hablando mientras saca la lengua? ¿Cómo será la voz de los cuervos? Me acordé de algo muy miedoso. Te lo cuento después. No te olvides. Es algo con cuervos. Nunca más –ambos se quedan en silencio e inmóviles hasta que vuelven a hablar–. Sigamos.
“Una vez Iván le habló a mi amigo de una gallina que sufría porque no podía poner huevos. Miraba cómo todas las gallinas, todas las mañanas, con mirada arrogante, ponían sus huevos. Pero a ésta no le salían. Pujaba, pujaba y nada. Las demás gallinas se burlaban de ella y, por eso, sólo tenía una amiga. La amiga la calmaba y le decía que poner huevos no era lo más importante en la vida. Le explicaba que ese supuesto defecto la sacaba de una gran molestia. Eso lo decía porque la amiga era la gallina que más ponía huevos. Tantos que era la preferida por los granjeros que las cuidaban. Las gallinas, envidiosas y burlonas por naturaleza, no les gustaba ni la que no ponía huevos ni la que ponía en exceso. Por eso se hicieron amigas.
  “Pero la que más sufría era la gallina que no ponía. La amiga recibía un gran trato y mucha comida. No le importaban las otras gallinas, porque los gallos sólo la miraban a ella. En cambio, la gallina que era incapaz de poner huevos no atraía a nadie. Por eso, la amiga decidió buscarle otra habilidad. Y, luego de pensarlo mucho, se dieron cuenta que la otra gallina debía volar mejor que todas. De pronto la gallina volaba como un águila o un halcón, decía la amiga. Así que un día ella impulsó a la gallina a volar desde el techo de la granja. La gallina, fuera de todo pronóstico, voló. Y la amiga quedó feliz, rodeada de comida y de gallos.
“¿Te gustó? Es buena la historia, ¿verdad? Ese es el tipo de historias que contaba Iván. ¿Cuento otra?”
          ¿También de gallinas? –pregunta Julián con interés.
       No, esta es de serpientes. Pero si quieres te la puedo cambiar por gallinas o por perros. Prefieres los perros, ¿verdad?
          ¡Me encantan los perros!
          Tienes un labrador, ¿cierto?
         Un rottweiler –responde Julián, que clava más la mirada en los ojos de Roberto mientras se pasa el cigarrillo por los dedos.
        Lo siento. Iván contaba que había un perro que tenía un muy buen amo… Sabes qué. No puedo. Discúlpame, pero es imposible que la cuente con perros.
         A mí me gustan los perros.
    Lo sé, y lo siento mucho, pero la historia es con serpientes. Es que trata sobre la mordedura de una serpiente.
         ¿Y el amo?
 Eso me lo inventé para contarla con un perro. ¡No se puede! Simplemente, no se puede. Tiene que ser una serpiente. Cuando tú quieras contar tu historia, la cuentas con perros. La mía es con serpientes. Aunque no es mía, es de Iván. El caso es que había una serpiente en una selva húmeda. ¿Ves lo imposible que era cambiar la selva húmeda por un amo? ¿Tú me creerías una historia en la que un perro viviera en una selva húmeda? Uno entiende que los animales hablen y hasta allí. Pero hay cosas que no se pueden cambiar.
         “Me perdí. La serpiente, que de ninguna manera era un perro, vivía a gusto en la selva. Es verdad que era húmeda. Más de lo que otros animales quisieran, pero para la serpiente estaba bien. Era feliz entre tantos árboles. Se enrollaba en los troncos con fuerza para desperezarse pues era muy perezosa. Se rascaba en las ramas y esperaba que se le acercaran los roedores para comérselos. A veces, por lo perezosa que era, sólo comía uno por semana. Y el resto del tiempo se la pasaba colgada de los árboles. Dormía, se divertía con las gotas que caían del cielo o veía pasar los monos que parecía que siempre estuvieran despiertos. Los seguía cuando brincaban, reían o peleaban. Y si alguno lo tocaba, le llegaba su mordida. La serpiente ni se preocupaba por verlo morir. Sólo volvía la cabeza y se dormía, al lado de los osos perezosos que disfrutaban del mismo placer. Una vez se hizo amiga de uno, pero hablaban muy poco. Apenas se entendían por las miradas que le lanzaba de vez en cuando la serpiente y por los gruñidos que hacía, con gran esfuerzo, el oso. Así llevaron su amistad por varias semanas, hasta que un día el oso vio un ave, pero, como era tan perezoso, no le avisó a su amiga. El ave se llevó a la serpiente desprevenida y el oso perezoso nunca pudo volver a descansar de la pena.”
    ¡Qué triste historia! –dice Julián, que hace un gesto, lanza el cigarrillo y mira para otro lado.
       ¿Te parece? ¡Qué pena! Yo te quería divertir, pero preciso tú tenías que meter a los perros. Para serte sincero, eso no me gustó –Roberto busca la mirada de Julián–. No llores, de verdad que yo te quería divertir, pero eso no es tan fácil. Ríete por favor. Imagínate una amistad entre una serpiente y un oso perezoso. ¿No te parece genial? ¡Qué absurdo! Piensa que si no hubiera sido por el ave, hubieran sido grandes amigos. ¡Todo es culpa del perro! ¡Cálmate!
        Está bien. ¿Qué pasó con Iván?
        No sé. Mi amigo se ganó una beca en el exterior y dejé de saber de él y de Iván.
        Me gustó la historia.
        No te creo –dice Roberto que insiste con su mirada.
        Te lo juro.
        Me la inventé.
        No me importa.
        Bueno, entonces cuenta una tú.
        No me sé buenas historias.
        Siempre dices lo mismo y, después, sales con la mejor historia jamás contada.
        Yo no soy como Iván.
        Claro, tú eres otro amigo.
        Un buen amigo.
      ¡Un excelente amigo! –dice Roberto que mira fijo a su amigo. Antes de que Julián hable, la mujer de la sala vecina se levanta y, sin perturbar a los actores, llama a alguien.
       Gracias. ¿Preparado para una de mis historias?
       Ya empezaste.
       Tú dijiste que querías escuchar una.
       Está bien. Dale.
       Pero no es sobre animales que hablan. ¿Te molesta?
   Para nada, prefiero esas. Que uno las pueda ver, no que implique imaginarse a una serpiente desperezándose. Tedioso, ¿no? –pregunta Roberto y sigue los gestos de Julián con la mirada.
       A mí me gustó más el cuento de la gallina.
       Sólo porque no hablé de los perros.
       Mi rottweiler se llama Lucas –dice Julián y busca con la mirada el cigarrillo.
       Sí me acuerdo. ¿Cuál historia vas a contar?
       Es que me quedé pensando en tu amigo.
       Él no está. Ya no importa.
       Por eso importa. Porque no está. ¿Será que algún día nos iremos?
       No pienses en eso –dice Roberto, mientras sirve más vino–. Bebe.
    Después de mi historia. Es que no quiero que todos se vayan y yo me quede solo. Sería horrible, espantoso. ¡En qué me convertiría!
       ¿Y la historia? –dice Roberto que vuelve a clavarle la mirada en los ojos.
       Es que sólo se me ocurre una de amor.
       ¡Qué pereza!
       Lo sé.
       ¿Es de un hombre que ama a una mujer?
       Sí.
   Bueno, así es como tiene que ser, ¿no? –Roberto toma de la copa y se saca una polilla muerta de la boca– . Venía en el vino. ¿Y al final se casan?
      No.
   Eso está mejor. No te parece horrible cuando la gente se casa. Pierden una amiga para ganarse un estorbo. Cuando aman meten a la persona en la vida de tal manera que terminan contando la misma historia. ¡Es horrible! –dice Roberto que observa la copa de vino.
      No todo es como tú dices.
      Cuenta tu historia.
      ¿Para qué? Ni siquiera he empezado y tú ya te molestaste.
      Es que no me gustan las historias donde al final los novios terminan casados.
      Ni me diste tiempo para que te demostrara que eso no iba a ser así.
      ¿Cómo me lo ibas a demostrar sin contarme el final?
      Con el comienzo de la historia es claro.
    Empieza –Roberto respira hondo, pone un brazo en exacto paralelo al descansabrazos del sofá y lo recuesta. La otra mano la lleva al mentón. Estira cuello y espalda, pasa una pierna por encima de la otra y, sin dejar de mirar a Julián, escucha:
  Yo tenía un primo que estaba enamorado de una hermosa joven. ¿Te das cuenta? Es imposible que se casen. Cuando alguien se enamora de una hermosa joven, significa que va a ser trágico –Roberto desordena su posición.
     ¿Crees que estamos en un momento de la noche para contar historias trágicas?
      ¡No más! Me voy.
   No lo hagas. Sigue –en la sala vecina aparece el esposo de la mujer con un plato de comida. No prende las luces y se sienta en el sofá.
    Mi primo la conoció en la universidad –Roberto vuelve a tomar la posición anterior, pero esta vez, antes de llevarse la mano al mentón, se la pasa primero por el pelo–. Sólo tuvo una clase con ella, pero eso fue suficiente. Era una mujer retraída pero hermosa. Ninguno de sus compañeros la conocía y él nunca vio que hablara con nadie. Parecía un fantasma. Pero mi primo se las ingenió para encontrársela fuera de clase. Ella siempre estaba en la biblioteca. Caminando por entre los estantes llenos de libros. La joven tenía el pelo largo y rubio. Bajaba con suavidad hasta los hombros y, cuando caminaba, el pelo se alejaba del cuerpo para luego volver, en un vaivén armónico y lento. Sus movimientos siempre eran medidos, tranquilos y superiores. Sus manos eran pequeñas pero no por eso frágiles. Cuando las cerraba parecía que contuvieran unos secretos que no eran de este mundo. Esas manos tenían, sin saberlo, el cuello de mi primo. Él moría por esas manos. ¿Podrías no mirarme con tanta severidad cuando te cuento una historia? –Roberto no se mueve–. Está bien, sigo.
“Pero la cara era lo más especial de la joven. Era raro, pero la palidez que llevaba le daba vida. Se contrastaba con sus ojos negros y sus largas pestañas. La boca, increíble, era fina y siempre la llevaba un poco abierta, como si respirara por ella, como si estuviera a punto de decir algo, pero no pudiera. En la cara se contenía toda la inocencia y sabiduría que tenía. Era una joven fuera de este mundo. Pero no por eso uno no se fijaba en sus senos. Sobresalían lo suficiente. No eran grandes, pero tampoco pequeños. Tenías que verlos. Siempre firmes y compactos. Una mano de tamaño normal podría taparlos y a eso incitaban. Se ponía unas blusas blancas y uno sentía que esos senos lo llamaban a uno” –en este momento, Roberto salta y cambia de posición.
      Esto ya no me está gustando.
      ¿Por qué?
      No me parece correcto.
      ¿No te gusta que describa a la mujer?
      Llevamos como cinco minutos, y todavía no ha pasado nada.
      Es que me toca ambientar la historia.
      ¡A mí qué me importa cómo era el fantasma!
      No era un fantasma. Era una joven de carne hueso, como tú y como yo.
      Tú dijiste que era un fantasma. Yo pensé que era una historia de miedo.
     ¡Nunca! No es momento para una historia de miedo –dice Julián, cuando en la sala vecina prenden una luz y, pronto, la vuelven a apagar.
      ¡Entonces sigue!
      No sé dónde íbamos.
   No íbamos en ninguna parte. Sólo estabas describiendo al fantasma. Perdón, a la joven –Roberto intenta recuperar su posición como oyente, pero no puede.
     Claro que no. Ya había dicho que mi primo había descubierto que la joven se la pasaba en la biblioteca. Eso es importante. Cuando no iba a clase se la pasaba ahí metida. Pero no leía. Sólo caminaba por entre los estantes. Ella no era muy alta, pero en esos momentos como que crecía un poco más. Imagínate –Julián se levanta de la silla y empieza a caminar en puntillas, mirando para el frente, con un gesto tranquilo, etcétera–. Ella andaba así. Y cuando pasaba por los libros de literatura hacía este gesto. Por los de derecho hacía este otro. Cuando se acercaba a los de historia… espera, te toca prestar más atención. ¡Mírame! Observa los brazos y la boca. Sobre todo la boca. Tienes que entender que era encantadora cuando caminaba. Tienes que verla caminando por esos pasillos llenos de libros. ¿Alguna vez te ha pasado que cuando caminas entre libros sientes que todos se te caen encima? A ella le pasaba lo contrario. Los libros le abrían camino. Era como si ella ya los hubiera leído todos y, por eso, libros la respetaran. Como si entre los libros y ella hubiera un lazo de…
      No entiendo la historia –Julián se sienta.
      Es porque no me has dejado comenzar.
     Hablaste de fantasmas, ahora de libros, no puedo seguir una trama así. No has hablado en ningún momento de tu primo.
      Es que él no es tan importante para la historia.
      Pero si es el que se enamora.
    Te dije que no pasaba nada entre ellos dos. ¿No te acuerdas que comencé diciendo que se había enamorado de una hermosa joven? Ya habíamos tenido esta discusión. Creo que sólo interrumpes para molestarme.
    No. Pero es que si tu primo es el que se enamora, tiene que hacer algo para intentar tenerla. No puede quedarse cruzado de brazos.
      ¿Por qué no? La joven es hermosa.
      Qué idiota me parece tu primo que no hace nada.
      Nadie dijo que no hubiera hecho nada.
      ¿Qué hizo?
      Ya no te quiero contar.
      No me gustan las historias de amores idílicos. Odio pensar en esa gente que ama a alguien en secreto y no puede hacer nada.
      ¿Te sabes alguna historia así?
      No –Roberto hace un gesto.
      ¿Entonces?
      No importa. No hables más de relaciones así.
    Yo pienso que si uno ama a alguien… –dice Julián que toma una granadilla y mira al suelo.
      ¡Qué haces!
      Te voy a decir algo en lo que creo.
      ¡Cállate!
      Lo siento, pero no tengo más historias.
      ¿Entonces de qué hablamos ahora?
      No sé. ¿Tienes tú otra historia?
      No, pero sí me gustaría contarte algo –dice Roberto y le quita la granadilla a Julián.
      ¿Algo que le pasó a otro amigo?
      No, algo que me pasa a mí.
     ¿De verdad? ¿Es interesante? –Julián se atreve a levantar la mirada y a enfrentarla con la de Roberto.
      Le tengo miedo a la vida –dice Roberto mientras apoya los brazos en las piernas y baja la vista.
       Pero si somos jóvenes.
   Lo sé. Pero es que tengo un gran miedo a vivir desde que tengo 10 años, cuando mi hermano un día se echó a llorar de un momento a otro, un día que estábamos viendo televisión.
       Creo que ya me contaste esa historia –Julián le quita la granadilla y mira a Roberto.
       Lo dudo. No se la he contado a nadie.
    Estoy casi seguro de que sí. Te asustaste mucho porque tu hermano empezó a llorar una noche y así te diste cuenta de que la vida es un asco.
       Pero no es sólo por eso. Pasaron muchas cosas después de que lloró.
       Yo sólo resumía.
       No recuerdo habérsela contado a alguien.
       Soy tu amigo. Seguro que lo hiciste.
       ¡No!
       ¿Vas a contarme una historia sobre ti? –Julián insiste en mirar a Roberto.
   Sí. ¿Te acuerdas de mi hermano mayor? Era mi mejor amigo y todas las noches nos sentábamos a ver un programa que nos gustaba mucho. Era sobre historias de la vida real: asesinatos, infidelidades y esas cosas. Una noche dieron un capítulo muy malo sobre unas pandillas que robaban en la calle y, de un momento a otro, mi hermano empezó a llorar. Él no se controlaba. Lloraba sin parar. Me decía que no me podía contar nada. Yo no sabía qué hacer, no había manera de calmarlo. Ni siquiera con mi abrazo…
       ¿Qué hora es?
   Las doce. Mi hermano me pedía perdón. Pero no me contaba nada. Sólo era capaz de abrazarme con fuerza y decir que lo sentía mucho. Había un dolor en su mirada que nunca antes había visto –es posible que a Roberto se le salga una lágrima.
       Es muy tarde. ¿No crees? –Julián sigue los gestos de Roberto con la mirada.
       No.
       Para mí sí. Debo irme.
      Me gustaría contarte la historia… De pequeño yo sólo quería ser como mi hermano, pero, después de esa noche, el sueño se acabó...
       Mañana tengo cosas importantes que hacer.
       Tú sabes todo lo que me afecta la situación de mi hermano.
       Lo siento –Julián deja la granadilla en su puesto.
       Está bien. Entiendo.
       ¡Qué agradable fue la noche! Y el vino exquisito –dice Julián.
       Estaba bueno.
       ¡Qué lástima que me tenga que ir!
       Lo sé.
       Otro día nos reuniremos para contarnos más historias. ¿Te parece?
       Claro.
            Ambos se levantan. No se observan. Terminan el vino que queda en las copas y se llevan las manos a los bolsillos. No se preguntan qué día podrían volver a verse. Se despiden y Julián se va. Roberto mira alrededor, está solo en su casa. La ilusión se acaba, las ventanas se alejan, los edificios vuelven a su posición original. La mujer de la sala de enfrente y su marido se levantan, recogen el plato de comida y hacen mutis.
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