martes, 3 de mayo de 2011

Dios nos libre


Cuando a Bogotá todavía le quedaban unas horas de sueño, en el Convento María Ángel del Sagrado Corazón se escucharon dos sonidos tan lamentables y estridentes que debieron despertar a varios vecinos: el primero, producido por unas risas femeninas entre juguetonas y dolorosas y, el segundo, por la pólvora de una escopeta. Aunque la mayoría de los vecinos insisten que no escucharon nada, unos hombres que caminaban por la calle que da frente al Convento a las tres de la madrugada –¿quién sabe qué hacían a esa hora en ese lugar?–, llamaron asustados a la policía a referir lo sucedido. Los adjetivos que utilizo al referirme a los sonidos son de ellos, pero como son hombres sin educación y un poco idiotas, no hay que creerles mucho.
Se sabe que las risas las produjeron cuatro monjas gordas y no tan viejas que se bañaban desnudas en el baño comunal, mientras las demás dormían. ¿Qué hacían? Nadie lo sabe. Del disparo se supo que mató a un hombre, un campesino sin dinero, que estaba de visita por la capital colombiana y que según su tarjeta de identificación, pues no cargaba cédula, se llamaba Eber Antonio Ruiz Montana. ¿Quién disparó? Tampoco se sabe, o se sabía, porque por esa razón el gran detective que tiene Bogotá  y que tiene Colombia, con perdón de los incautos, mi maestro Carlos Bruno, y yo, su asistente, fuimos llamados a investigar el caso.
          Los policías, como normalmente ocurre, se quedaron cortos en recursos humanos e intelectuales para resolver el asesinato. De los pocos que permanecieron luego de nuestra llegada al Convento, unos se dedicaron a rezar y otros a hacer cosas “que agradarían más al Diablo que al Señor”, como me lo explicó Bruno, mi jefe y mi amigo. El Convento era el más importante de Bogotá y el más requerido por las mujeres, sobre todo por las viudas de ricos militares y empresarios que decidían dedicar su vida a la religión del hombre de la cruz.
El edificio, en el que funcionaba el Convento y que era más ancho que alto, estaba dividido en secciones claramente delineadas por unas puertas que podían pasar de ser unas rejas rojas oxidadas a unas puertas pesadas de mármol talladas con unas figuras que relataban la Anunciación. El edificio tenía dos pisos. En el pabellón suroriental del primero estaban las celdas de las monjas y las novicias que habían sido recogidas con fines benéficos: huérfanas, indígenas, campesinas sin familia y desplazadas por la violencia, etc. Éstas llevaban velo blanco. En el pabellón nororiental del mismo piso estaban las celdas de mujeres que fueron delincuentes y que, arrepentidas de sus pecados, habían decido ir a expiar sus culpas en el Convento: criminales, prostitutas, socialistas, etc. A éstas se les consideraba peligrosas y llevaban un velo del mismo gris que sus grilletes. En el mismo pabellón, pero en el segundo piso, estaban las celdas de las mujeres que tenían visiones con la Sagrada Familia o con algún santo, tanto las iluminadas como las alumbradas. Eran mujeres retraídas y poco importaba qué velo utilizaban. En el mismo piso, pero en el otro pabellón, estaban los cuartos de las monjas y las novicias de velo negro, mujeres que habían entrado al Convento por decisión propia y que cumplían los requisitos necesarios: pagar una dote, no tener hijos (si son mujeres menores de veinte años) y ser Católicas, Apostólicas y Romanas.
En la zona central del edificio había dos cuartos más. Uno en el segundo piso, en la parte occidental, que era el gran cuarto de la Abadesa, y el otro en el primer piso, al oriente, que era el Cuarto de Diversión. En él, las monjas olvidaban los azotes y los rosarios para dedicarse a jugar con naipes, fumar tabaco y tomar chocolate. Siempre había algún pintor, un músico o un poeta, que en ocasiones eran también maestros de las monjas. La cocina, que quedaba al lado de este cuarto, siempre estaba llena de cocineros. Las demandas de las monjas que se divertían eran, por lo general, muchas y muy específicas. “Como el que reza y peca empata, el que ayuna y luego se atraganta gana el Cielo”, me lo explicaría después mi compañero y mi amigo. Pero lo más increíble del cuarto era lo que guardaba tras una puerta de mármol, que por lo pesada tenía que mantenerse abierta, y que resguardaba un jardín inmenso y hermoso. Estaba lleno de flores grandes y coloridas y, en el centro, rebullía de agua una fuente que se conservaba de aquellos años en los que todavía éramos españoles. En el jardín, las monjas solían divertirse la mayoría del tiempo jugando ponchados y escondidas.
Cuando nosotros llegamos al Convento, la cara y la vestimenta de Bruno fue lo que primero llamó la atención entre las monjas negras y blancas. Bruno, con sus gafas grandes y mandíbula un poco salida, parecía un sabueso. Su esposa, de cuyo nombre no quiero acordarme, lo molestaba porque su vestimenta, llena de colorines, parecía, si no un pesebre colombiano, sí una pintura naif o “cuadro de pueblo”, como él los denominaba con cierta molestia. Tenía una chaqueta azul celeste, una camiseta amarilla casi incandescente y un pantalón verde con algunos parches de un rojo como sangre. Toda su ropa, gracias a su gordura, resaltaba de una manera muy particular. Parecía, decían algunos, un mundo de parches. Utilizaba, además, unas zapatillas blancas que siempre combinaba con unas medias negras: sus pies eran el único sitio de tranquilidad incolora. Él aseguraba que un detective famoso de la literatura se vestía como él. Yo, gracias a su consejo, he leído mucha literatura policial y todavía no encuentro quién se le parezca; al contrario, creo que contrasta con las vestimentas del famoso Padre Brown o con las del fundador de nuestra estirpe, Charles Dupin. Pero su vestimenta nunca me importó, siempre fue el mejor. Por mi parte, yo era más parco. Prefería los colores tierra, el verde ocre, el rojo ocre, el amarillo ocre, etc. Yo era una copia triste de Bruno, mi maestro y mi amigo.
Los policías, al retirarse, procuraron darnos toda la información que tenían. Nos dijeron que habían encontrado la escopeta, que quien la había disparado la dejó en el mismo lugar del asesinato y que no tenía una sola huella. Buscaron información sobre Eber Antonio y encontraron que era hermano de una monja llamada Sor Rosario Inés de la Dulce Misericordia, que ya había muerto. Los policías creían que el campesino había ido en busca de las propiedades de su hermana que, según las monjas, no tenía nada, como todas, por los votos de pobreza. Las monjas, por el contrario, decían que era un violador. En todo caso, los policías y la Abadesa tenían como principal sospechoso al jardinero, del que decían que era un hombre huraño y silencioso, capaz de cometer un crimen en una noche de lluvia. A pesar de que la noche del asesinato no fue de lluvia, la policía se llevó al jardinero a la Estación como a cualquier criminal y le prometieron a la Abadesa no soltarlo hasta que se encuentre al verdadero asesino, si es que resultaba inocente el jardinero, como desde el comienzo creía Bruno, mi tutor y mi amigo. “Los policías son inútiles y siempre miran al sospechoso más obvio. Sólo los crímenes de día y por error tienen al culpable de frente y llorando. De noche todo es diferente”, decía.
Al entrar en el Convento la Abadesa nos recibió con una grata sonrisa y unos bocadillos. Nos pidió pasar a su cuarto, en el que tenía su estudio, y nos ofreció chocolate caliente. Bruno, como es desconfiado, dijo que no. Yo, porque quería conocer los hábitos de las monjas, acepté y me bebí 3 ó 4 tazas, ya no me acuerdo. Sin embargo, recuerdo que después de tomarme la segunda no me sentía muy bien, me mareaba y veía cosas que no eran reales. A la cuarta me quedé dormido. Bruno me contó que, al verme, sonrió. Nunca supe si fue el incienso, el chocolate o la conversación tan placentera que tuvimos con la Abadesa lo que me durmió. Era una mujer robusta que tenía la cara de esas abuelitas alcahuetas que siempre sonríen. Tenía los cabellos blancos y gafas pequeñas bañadas en oro. Y es que su voz dulce armonizaba con toda su vestimenta, tan bella como su cara. Utilizaba pieles traídas de Europa en sus vestidos y una bufanda de seda azul; al final del velo resaltaban algunos diamantes pequeños que el sol hacía brillar como si tuviera una aureola; tenía siempre puestos unos guantes blancos de seda y llevaba encima de ellos varios anillos de oro, de plata y de diamantes. En la conversación, por culpa de mi mareo, hablé poco, pero Bruno, mi confidente y mi amigo, estuvo muy elocuente aunque bastante desconfiado de la mujer que nos recibía. Trataré de escribir las pocas preguntas y respuestas que me acuerdo de la conversación, que fue larga y al final molesta para la Abadesa, que al verme dormido pidió que nos fuéramos a la cama que nos tenían reservada, la de un cocinero que estaba de viaje.
Recuerdo que la Abadesa, ante cada pregunta, sólo sonreía, así estuviera hablando del asesinato o de algo más penoso. Bruno primero le preguntó por la facilidad que puede tener una monja para conseguir un arma, a lo que la Abadesa respondió: “En el Convento no estamos de acuerdo con las armas. Pero la inseguridad en Bogotá ha llegado a unos límites que uno ya no sabe. El Obispo sabe que entre nosotras hay muchachas jóvenes que conservan belleza y virginidad, grandes pasiones de los hombres”.  “¿Se ha sabido de alguna monja que haya matado en defensa propia en este Convento?”, preguntó luego Bruno. “No siga preguntando por las monjas, le aseguro que somos almas de Dios. No le hacemos daño nadie. Vemos a muy pocas personas del exterior, tenemos cosas más importantes en qué ocuparnos. El Obispo está al tanto de todo, puede preguntarle a él lo que quiera. Oramos y hacemos caridad; somos monjas, detective”. Más adelante, Bruno cambió el tema y preguntó por la hermana del muerto. “Sor Rosario fue una monja muy pobre que un día llegó a tocar al Convento asegurando ser una elegida de Dios. Nosotros, que creemos que todos somos elegidos de Dios, la aceptamos. Vivió por varios años con las monjas del pabellón 3 (la de los velos blancos), pero luego entró en una crisis mental en la que veía constantemente a Jesús y éste le hablaba. Se volvió una iluminada y pasó el resto de su vida en el pabellón 2. Ahora está sepultada en nuestro cementerio como las demás monjas muertas.” Me acuerdo que cuando hablaron más a fondo sobre las conversaciones de Sor Rosario con Jesús, me dormí.
Cuando me despertaron, había dos monjas más en la habitación y Bruno miraba con fiereza a la Abadesa que hacía una mueca, tratando de sonreír. Hablaban todavía de Sor Rosario y se notaba que a la Abadesa no le gustaba el tema. Cuando abrí los ojos y me incorporé en la silla, la atención de todos se centró en mí porque eructé, como me suele pasar cuando despierto. Las monjas rieron, pero la Abadesa se molestó y pidió que nos saliéramos inmediatamente. Bruno, que siempre sonreía cuando yo eructaba, le preguntó a la Abadesa: “¿No le molesta que se sepa lo de este crimen en el exterior?”. “No, para nada. De los conventos se hablan muchas cosas, pero todos saben la importancia que tenemos para las personas y el país. Me inquieta saber qué dirá el Obispo, pero confiamos que el poder de Dios pondrá las cosas en su orden natural.” Nos dijo que como se pedía que a los detectives se les dejara un tiempo prudente para hacer su labor y que como el cocinero en cuya cama íbamos a dormir Bruno y yo volvía al siguiente día, ella consideraba que un día era suficiente para nuestra investigación. Bruno y yo nos retiramos sin decir nada.
Salimos de la reunión con la Abadesa inquietos. Bruno no me miraba ni me decía nada. Yo sabía que estaba pensando en algo, que se había dado cuenta de algo que terminaría por resolver el misterio. Conocimos el cuarto de los cocineros, hombres parcos y adustos, sin una sonrisa o algún gesto de afabilidad. Bruno terminó por llamarlos “los eunucos”, creo que por lo serios que eran. La cama que se nos proporcionaba era un catre pequeño en el que si acaso cabía yo. Bruno dejó un maletín que cargábamos a todos lados en el catre y salimos. Caminamos por los distintos corredores y detallamos cada pintura. En una salía el Diablo comiendo unas ovejas en un prado mientras otros demonios subían por escaleras al Cielo; en otra, la Sagrada Familia miraba con cierta tristeza al frente mientras en el fondo caía la tarde y venía el Día del Juicio; en otras se figuraba pasajes conocidos de la Biblia: un Job que se desgarraba las vestiduras y el cuello, una esposa de Lot que sacaba la lengua o un Rey Salomón que parecía sostener el Cielo mientras lloraba. Al pasar por varias puertas, cuyos interiores desconocíamos, escuchamos canciones tristes pero dulces; azotes y gritos de dolor. No escuchamos, como me esperaba, rezos. Rezarán en silencio, pensé.
Caminamos sin saber qué buscábamos, cuando apareció una monja de velo blanco que se nos presentó como Sor Juana Magdalena de la Clemencia Sagrada. Nos dijo que estábamos siendo vigilados en el Convento, que todas sabían qué hacíamos allí y que ella nos quería ayudar. “¿Conociste a Sor Rosario?”, le preguntó Bruno. “Sí, fue muy amiga mía antes de ser encerrada. Ella fue la primera en pensar diferente”, respondió la monja. “¿Por qué diferente?”, pregunté yo que adiviné cuál era la pregunta que seguía. “Fue la que nos inició. Yo soy líder de un grupo de monjas que queremos tumbar a la Abadesa. Por eso los seguí hasta acá. Preparamos un motín y esperamos que su venida a este Convento sea de ayuda.” Quedamos sorprendidos y un poco sonrientes. La monja, un poco asombrada por nuestra risa, nos pidió que la siguiéramos para conocer el Convento. Le preguntamos si sabía algo del hombre al que habían matado. Ella dijo que no sabía por qué estaba allí, pero que seguro no era para algún acto carnal (¡Virgen Santa!) porque para eso estaban los locutorios a los que iban constantemente todos los antiguos novios de las monjas y algunos hombres pervertidos.
Nuestra primera parada fue el Cuarto de Diversión. Las monjas, como nunca antes las había visto, se divertían a carcajadas mientras tomaban chocolate. En una esquina, unas monjas jugaban póker, otras damas chinas, otras ajedrez y hasta se veía que algunas jugaban Risk y Monopolio. En otra esquina, otras monjas se divertían tejiendo y hablando de una manera casi imperceptible. Miraban a muchos lados y reían. En otro lado había un músico tocando un laúd mientras unas monjas viejas lo miraban y le coqueteaban. En el centro, estaba la gran mesa donde la mayoría de las monjas comían. Tenían distintos platos deliciosos que eran una provocación para mi ser débil y caprichoso. Cada vez que se acababa la comida los cocineros salían con el plato limpio y volvían con más comida, cada vez más apetitosa. Había un pavo casi completo con salsa de arándano, unos lomos de res que todavía chorreaban sangre, un gran plato hondo con ceviche de todo tipo de mariscos: camarones, langostinos, pulpos, almejas, calamares, etc. También tenían muchas frutas que parecían recién sacadas de los árboles: manzanas, granadillas, mandarinas, toronjas, peras, todas en grandes cantidades. Y en el centro de la mesa, más chocolate, muchas jarras de chocolate caliente. Las monjas, que poco les importaba que estuviéramos allí, comían a gusto, ensuciándose la cara, las manos y el vestido. No tenían reparo en no utilizar cubiertos y todo lo que cogían, con presteza, se lo llevaban a la boca. Hacían ruido al comer, eructaban y reían. No utilizaban servilletas y se limpiaban con el mantel blanco. La escena quería ser grotesca, pero a pesar de todo era divertida.
Las demás monjas que estaban en el cuarto entraban y salían al jardín. Corrían, se pegaban y reían. Otras, quietas en el jardín, jugaban fútbol o tiro al blanco con un arco y unas flechas. Sor Juana nos vio asombrados de ver a las monjas, por lo que nos explicó: “Acaban de azotarse, ahora se divierten”. Luego nos contó que al final del jardín estaba la iglesia y que, pasándola, estaba el cementerio en el que estaba sepultada Sor Rosario. Bruno le preguntó si las monjas que pretendían hacer el motín con ella eran todas de velo blanco. Ella dijo que no y nos señaló varias monjas de velo negro que estaban con ella. Se distinguían porque por encima de los guantes –todas las monjas de velo negro utilizan guantes blancos– tenían puestos los anillos de una manera específica: un anillo de oro en el dedo corazón, dos anillos de diamantes en el dedo anular y un anillo de plata en el pulgar. Las únicas que pudimos ver con estas características eran las que jugaban ajedrez. Ella también nos contó que a ese cuarto sólo dejan entrar mujeres de velo negro pero que como ella canta muy bien se le deja estar allí sin problema.
Bruno, que parecía aturdido por la actitud de las monjas, le pidió a Sor Juana que nos llevara al pabellón en el que había sido encerrada Sor Rosario. Ella, con una sonrisa, aceptó. La entrada al pabellón era una reja abierta un poco descuidada. Adentro, todo olía a heces y el piso, en varios lugares, estaba mojado. Sor Juana nos decía que a estas monjas sólo les dan comida una vez al día y las limpian cada seis meses. El pabellón estaba divido en celdas cerradas, pequeñas y oscuras. Apenas alumbraban unas lámparas que colgaban del techo. Las mujeres en las celdas no se alcanzaban a ver. Sor Juana caminaba tapándose la nariz, nosotros, por el contrario, ya que éramos buenos investigadores, nos gustaba olerlo todo. Bruno se asomó a varias celdas de las que salían murmullos, pero cuando se acercaba los murmullos callaban. De una celda escuchamos un llamado, que primero fue imperceptible y luego muy claro. Sabía quiénes éramos, nos llamó detectives. Era una mujer sin velo y sin pelo. Tenía pocos dientes y la cara amarilla y chupada, parecía un bombillo. Cuando nos acercamos, la mujer, primero silbó y luego recitó: “En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré.”
Sor Juana nos aclaró que la encarcelada se llamaba Sor Inés Adolfa de la Santísima Concepción. Era de las monjas más peligrosas, nos dijo, pero como tenía visiones había sido encerrada allí: “Se sabe de memoria el Cantar de los Cantares y es lo que recita todo el día.” Sor Inés acercó tanto la cara a la celda que nos asustó, pero luego nos acostumbramos a su fealdad y la escuchamos atentamente. “¿Saben por qué estoy encerrada aquí? Porque veo lo que no debo. ¿Saben qué veo? ‘… encontré al amor de mi alma: lo agarré y no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre…’ Veo al Papa, a Juan Pablo II, con su cara tierna y sus ojos azules y, junto a él, al Rey Salomón, alto y magnífico. ¿Saben qué hacen? Se desnudan…” Sor Inés rió mientras nosotros, asombrados, miramos al suelo. “Lo mismo le pasaba a Sor Rosario, ella también estuvo acá”, nos dijo Sor Inés. Nosotros volvimos toda nuestra atención hacia ella y le preguntamos lo que sabía sobre Sor Rosario. “Ella también veía lo que no debía, veía a Jesús. Pero el problema no era que viera a Jesús, ese ser tan hermoso, el problema era lo que éste le decía. Le dijo cosas que no debía, le dijo que había que azotar con más fuerza el pecado, por eso la encerraron… ‘¡Ah, llévame contigo, sí, corriendo, a tu alcoba condúceme, rey mío: a celebrar contigo nuestra fiesta y alabar tus amores más que el vino!’” Ella se alejó de nosotros recitando. Al momento, escuchamos el estruendo de una jarra de vidrio al romperse y Sor Juana dijo que lo mejor era irnos.
Las voces de muchas monjas nos llevaron al Cuarto de Diversión, en el que estaba una monja convulsionando y al lado la jarra que habíamos escuchado romperse. La jarra tenía, como todas, chocolate. La Abadesa entró sonriente y le pidió a todo el mundo calma. Unos cocineros se llevaron a la monja que ya se recuperaba y otros recogieron los pedazos de la jarra. “Tranquilas que esto se cura con unos rezos”, dijo la Abadesa. Sor Juana nos explicó que en el Convento hay dos tipos de castigo, las que cometen faltas menores, como la de la monja y la jarra de chocolate, tienen que rezar tantas veces como sea necesario, y las que cometen faltas mayores tienen que arrodillarse al frente de todas las monjas y confesar todos sus pecados y los pecados de las demás. Sor Juana nos dijo que lo mejor era que la Abadesa no nos viera juntos, por lo que se fue de nuestro lado. “Vamos a rezar por nuestra hermana que está enferma”, dijo la Abadesa y todas las monjas se pusieron en posición de rezo. Como si fuera una coreografía, todas, acompasadas, se quitaron los guantes y los anillos, los pusieron a un lado y, con los ojos cerrados, se arrodillaron para rezar respondiendo a las voces de la Abadesa.
Bruno ágilmente se separó de mi lado y, aprovechando la distracción de las monjas, le quitó el anillo a una y lo puso adentro del guante de otra. Las monjas, al terminar el rezo, hicieron el signo de la cruz y, de nuevo risueñas y acompasadas, tomaron sus guantes preparadas para seguir con su diversión. Sin embargo, cuando la Abadesa ya se retiraba, la monja a la que le faltaba el anillo gritó. No podía contener las lágrimas y pedía con furia que se buscara entre todas las monjas quién había sido el ladrón. Los cocineros, que volvían de dejar a la monja enferma, fueron los primeros sospechosos; muchas monjas los señalaron y saltaron encima de ellos como cuando un cuervo va por una lombriz. Los cocineros no entendían nada y apenas hacían algún esfuerzo por defenderse, cuando un anillo tintineó en las baldosas de mármol y todas las monjas callaron. Todas lo entendieron, ahí estaba la ladrona. La monja a la que robaron, con lágrimas en los ojos, no lo podía creer y de una cachetada tumbó al suelo a la monja que sólo por haber tomado su guante había sido humillada. La Abadesa fue clara, debía ser castigada.
Todas las monjas que se encontraban en el Cuarto de Diversión salieron, como en una procesión, al jardín, al igual que los cocineros y el músico. También aparecieron, llamadas por unas monjas, las hermanas de velo blanco, que eran más que las de negro, y con todas se llenó el jardín. El atardecer con su fuego alumbraba la escena. La monja ladrona, que parecía inmersa en un sueño, tenía un llanto sordo y se le percibía un balbuceo. Todas las monjas la dejaron en el centro, como haciéndole un corrillo. Parecía la Inquisición. Nosotros no queríamos perdernos nada, así que nos hicimos adelante en el corrillo. La Abadesa se hizo al frente de la monja y le dijo: “Líbrate de tus pecados, pecadora.” La monja, con esfuerzo, se arrodilló, rezó un Padre Nuestro y, sin levantar la cabeza del suelo, gritó: “He pecado, hermanas mías. Robé un anillo y he de pagar por mis culpas. Jesús vino al Mundo para perdonar los pecados, perdona los míos.” “Ahora libera a las demás de sus pecados”, dijo con suavidad y con una sonrisa la Abadesa. “Quienes nacen por la carne son pecadores, incluso las que nos olvidamos de la carne para alimentar el alma. Sor Mariana de la Purísima Tentación mató al hermano de Sor Rosario. Jesús vino al Mundo para perdonar los pecados, perdona los de mis hermanas.”
Todas las monjas se inquietaron, la Abadesa dejó de sonreír y abrió los ojos. Bruno y yo nos miramos, él era un genio. Sor Mariana, que descubrimos que estaba al frente nuestro, vomitó, y todas las monjas le hicieron el mismo corrillo que a la monja ladrona esperando que la Abadesa hablara. Ella no habló pero Sor Mariana se tiró al suelo con rapidez y, pegada a su vómito, gritó: “He pecado, hermanas mías. Maté a un hombre que me quería violar y he de pagar por mis culpas. Jesús vino al Mundo para perdonar los pecados, perdona los míos. Quienes nacen por la carne son pecadores, incluso las que nos olvidamos de la carne para alimentar el alma. Sor Juana Magdalena de la Clemencia Sagrada está organizando un motín para sacar a la Abadesa de su puesto. Jesús vino al Mundo…”
La Abadesa la interrumpió en su confesión y pidió que se levantara. Llamó a Sor Juana y ella apareció con la cabeza clavada en el suelo. “Es necesario que recapacites, Sor Juana. Ven a mi oficina.” La Abadesa tomó de un brazo a Sor Mariana y del otro a Sor Juana. Cuando se iban Bruno la detuvo. “Ya tenemos a la asesina. Creo que este caso ya es problema de la policía.” “Este caso, como usted lo llama, siempre ha sido nuestro y lo seguirá siendo. ¿No escuchó que fue en defensa propia? Yo ya se lo dije, aquí todas somos almas de Dios. Sor Mariana se queda con nosotras.” Las tres monjas nos hicieron a un lado y se fueron.
Las demás seguían murmurando algo imperceptible y esta vez no volvieron a su diversión anterior sino que cada una, en seguida, se fue a su cuarto. La noche caía y unas gotas empezaron a caer del cielo. De repente, unos cocineros se nos acercaron con desconfianza. Bruno, que los vio antes que yo, me cogió de la mano y salimos corriendo hacia la iglesia. Entramos en ella y la atravesamos hasta llegar al cementerio. La lluvia cada vez caía con más fuerza y los cocineros, que vieron cómo huimos, buscaron refugiarse de ella. Bruno cogió una pala que había encontrado y, ayudados por unos faroles blancos, buscamos la tumba de Sor Rosario. Después de casi una hora bajo la lluvia la encontramos. Estábamos tan mojados que nuestras ropas nos pesaban y tratábamos con debilidad de excavar. Primero Bruno excavó un poco pero yo, más fuerte que él, lo ayudé a sacar la tierra que faltaba. Vimos la tumba, de una madera hechiza y ya podrida, inmerecida para cualquier monja de velo negro. Entre los dos la sacamos y, aunque nos gustaba oler de todo, esta vez nos tapamos la nariz; no resistíamos el olor de los gusanos comiendo muerte. Luego de poner el ataúd en el suelo, paró la lluvia. Nosotros, con fuerzas renovadas, tomamos la pala y de un golpe hicimos saltar la tapa que resguardaba a la monja muerta, o eso pensábamos nosotros. Jamás en mi vida he visto algo tan horrible y tan espantoso, no había monja y no había muerta, había cinco esqueletos de humano tan grandes como los de un bebé. No fuimos capaces de seguir mirando y vomitamos. Los cocineros aparecieron y nos sacaron del cementerio.
Esa noche no dormimos pero tampoco hablamos. Yo sé que Bruno tampoco durmió porque cuando sueña salta y su respiración se entrecorta con ronquidos. Al amanecer del otro día, los cocineros nos dijeron que por orden de la Abadesa íbamos a tener que irnos incluso antes de lo imaginado. Nos bañamos y sin decir nada nos fuimos hasta la puerta del Convento, donde nos esperaba la Abadesa. Ella sonreía y nos miraba con candidez. “Sor Mariana está muy arrepentida de sus pecados y ha sido encarcelada con Sor Juana y las demás monjas peligrosas. Ella estará bien, ya le informé a la policía y al obispo, y decidieron que nosotras la teníamos que cuidar.” “¿Y el jardinero?”, preguntó Bruno. “Él ya está viejo, no se preocupe por él. Él entiende”. Bruno respiró hondo, miró a la Abadesa con respeto y, al salir, le dijo con una voz entrecortada y temblorosa, como yo jamás lo había escuchado, “Abadesa, ruego a Dios que la cuide y la guarde en su Misericordia”. Y eso que mi señor y mi amigo no es cristiano.
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